Ana de san Bartolomé
Contemplar con detenimiento la expansión fundadora de santa Teresa de Jesús provoca en nosotros, cuando menos, una actitud de asombro y reconocimiento. Desde que el día de san Bartolomé de 1562 sonara la campanita rota de su primera fundación de san José de Ávila, hasta la aparatosa inauguración de su último ‘palomarcico’ en Burgos, en vísperas ya de su muerte, pasaron veinte años. Atrás quedaban diecisiete monasterios, numerosas dificultades y penurias, malentendidos, persecuciones, miles de kilómetros en incómodos carruajes y una estela de hijas carmelitas en las que dejó marcado a fuego un apasionado amor de Madre.
Una de esas apasionadas hijas fue, sin duda, la beata Ana de san Bartolomé. Una humilde pastora toledana que con su sencillez y alegría se ganó en corazón de la Madre Teresa y se convirtió la enfermera, secretaria, confidente y compañera inseparable de la Santa los últimos cinco años de su vida hasta que en sus brazos exhalara el último aliento de vida aquella tarde noche de octubre de 1582 en la Villa de Alba de Tormes.
Ana de san Bartolomé pareció convertirse en el nuevo profeta Eliseo y heredar de la Madre Teresa la mitad de su espíritu. Aquella humilde pastora, la sencilla carmelita que había sido la sombra de la gran Teresa tomó el testigo fundacional de la Santa y extendió su obra por Francia y Flandes. Extendió con coraje el espíritu teresiano y el recuerdo de Teresa de Jesús. Reconocida y querida por quienes la trataron, llegó a ser, con su intercesión y oración la “Liberadora de Amberes”.
David Jiménez Herrero, ocd
Mayo-Junio 2018